Salvador Quishpe Lozano - Prefecto

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martes, 13 de marzo de 2012

8-M: El derecho a ser oposición

Por Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

Los sucesos del pasado 8 de marzo son un buen termómetro para medir la poca democracia que nos queda en Ecuador. Indígenas y opositores organizan una marcha. Inmediatamente son satanizados como “desestabilizadores” por el discurso oficial. La agencia oficial Andes califica la protesta como “intentona golpista”. Nada menos que el Presidente —que nos gobierna a todos— convoca a una contramarcha para “defender la democracia”. Una universidad estatal obliga a sus estudiantes a atender el llamado del Presidente. Los medios de transporte para la oposición son sistemáticamente bloqueados: la Agencia Nacional de Tránsito prohíbe que los opositores se trasladen en buses a Quito. Donde, al mismo tiempo, se dirigen 60 buses repletos de 3.000 manifestantes a favor de Alianza País.

Y en Ecuador eso parece normal.

Tan acostumbrados estamos a que nuestros derechos fundamentales sean desconocidos por la autoridad —no solo de Correa—, que ya ni siquiera nos sorprende que el Gobierno, sin ningún disimulo, tome medidas públicas y sistemáticas para privar a sus ciudadanos del derecho más elemental que cabe en una democracia: el derecho a manifestar nuestra voluntad política, en las calles igual que en las urnas.

La satanización del opositor y el disidente es la contrapartida de la falsa identificación entre “pueblo” y “autoridad”, que es uno de los ejes fundamentales del discurso político en Ecuador. Funciona así: Un político gana una elección con X porcentaje de apoyo popular. Digamos un 60%. Pero una vez en el poder, ese político utiliza todo el engranaje público —que también pertenece a los que no votaron por él— para vender la idea de que él se identifica no con el 60%, sino con el 100% del pueblo. De modo que todo aquel que se le oponga no es un enemigo suyo, sino un enemigo de todos, que conspira contra los intereses de la comunidad. La falacia es sencilla de advertir. El político de nuestro ejemplo obvia un detalle: hay un 40% que no lo eligió. Y ese 40% tiene un derecho fundamental, inviolable, a decir públicamente que está en desacuerdo con él. Un derecho a disentir. A ser oposición. En ello reside la diferencia entre autoritarismo y democracia.

Esta estrategia domina el imaginario de la Revolución Ciudadana. Con la ayuda invaluable de la SECOM, se nos vende la fantasía de que Correa es igual a Ecuador y, por tanto, ser opositor equivale a ser traidor. Esta fantasía, que constituye una negación radical de la democracia, no es exclusiva del libreto de Alianza País. Basta recordar que, a raíz de la disputa en torno a la estatua de Febres Cordero, hace poco el Concejo municipal de Guayaquil resolvió erigir un monumento a los “enemigos y odiadores” de la ciudad, y cuando Andrés Roche, de Madera de Guerrero, irrumpió en la Gobernación para encarar a Cuero, dijo que venía con el “pueblo de Guayaquil”. Nuevamente, el Concejo confunde a sus detractores con los de la ciudad y Roche confunde a sus adeptos con la totalidad de Guayaquil.

Entonces aclaremos ciertas ecuaciones básicas de lógica política: Rafael Correa no es igual a Ecuador, Revolución Ciudadana no es igual a país, Jaime Nebot no es igual a Guayaquil. Y aclaremos la otra cara de la moneda: oponerse a cualquier político, aunque tenga el 99% de aprobación, es un derecho humano que ninguna autoridad, ninguna ley, ninguna propaganda, puede legítimamente restringir.

Ahora sí, con las ideas en orden, ¿con qué facultad el Gobierno niega medios de transporte a los opositores? ¿Con qué razón el Gobierno identifica “oposición” con “conspiración” y “desestabilización de la democracia” — compartiendo la retórica de líderes autoritarios como El Asad en Siria, Putin en Rusia o Castro en Cuba? ¿Con qué dinero se financia las movilizaciones para defender no la “democracia”, sino el interés político de Alianza País? ¿Quién pagó los 60 buses que fueron a Quito para respaldar al régimen? ¿Con qué derecho se utiliza la infraestructura estatal de todos —los disidentes también pagan impuestos— para atacar las marchas en cadenas nacionales y se obliga a estudiantes de una universidad pública —también de todos— a manifestar a favor del Gobierno?

Que nos quede claro: todos, absolutamente todos, tenemos derecho a apoyar o criticar a cualquier político. En las urnas o en las calles. Con razones o sin ellas. Coartar ese derecho, satanizar y boicotear a quienes lo ejercen, eso sí es anular la democracia. Por el contrario, quienes —con errores o aciertos— resisten desde la oposición a los múltiples obstáculos de un poder que se cree amo y señor de sus ciudadanos, en efecto merecen el título de “enemigos”. Pero no de la democracia, sino del autoritarismo.

La República

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